martes, 19 de febrero de 2013

La renuncia del Papa: un testigo directo





Por Peter Seewald 

El biógrafo de Benedicto XVI describió en primera persona sus últimos encuentros e impresiones sobre el Papa:

Nuestro último encuentro se remonta a unas diez semanas atrás. El Papa me había recibido en el Palacio Apostólico para proseguir con nuestra conversación en torno al trabajo sobre su biografía. Su audición había disminuido, había perdido la vista en su ojo izquierdo y estaba más flaco, tanto que los sastres no daban abasto para confeccionar a tiempo sus nuevos hábitos.

Se había vuelto más delicado, todavía más amable y humilde, y sumamente reservado. No parece enfermo, pero el cansancio que se había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya era imposible de ignorar.

En agosto, durante un diálogo en Castel Gandolfo que duró una hora y media, le había preguntado hasta qué punto lo habían afectado los VatiLeaks. "No me entrego a una especie de desesperación o de dolor universal -me respondió-, simplemente me parece incomprensible".

"Aun pensando en quién fue [Paolo Gabriele], no entiendo qué esperaba conseguir. No logro penetrar en su psicología." Sostenía aún que el evento no le había hecho perder la brújula ni le había hecho sentir el cansancio de su cargo, "porque siempre puede ocurrir".

Nunca lo había visto tan exhausto, tan postrado. Con sus últimas fuerzas había llevado a término el tercer volumen de su obra sobre Jesús, "mi último libro", como me dijo con mirada triste en el momento de despedirnos.

Dos años atrás, pese a los primeros achaques de la edad, aún parecía ágil, juvenil; ahora sentía que cada nuevo documento que apoyaban sobre su escritorio de parte de la Secretaría de Estado era como un golpe.

"¿Qué podemos esperar aún de Su Santidad, de su pontificado?", le pregunté. "¿De mí? De mí, no mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Pienso que con lo que he hecho alcanza." ¿Piensa retirarse? "Depende de las limitaciones de mis energías físicas." El mismo mes escribió a uno de sus doctorandos que el próximo encuentro entre ambos sería el último.

Joseph Ratzinger ha escrito grandes obras. Ninguno antes que él, máximo teólogo alemán de todos los tiempos, dejó al pueblo de Dios durante su pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha redactado una cristología. Los críticos sostienen que su elección como papa fue una opción errada. La verdad es que no había otra opción.

Ratzinger nunca aspiró al poder. Se alejó del juego de las intrigas vaticanas. Siempre llevó la vida modesta de un monje, el lujo le era ajeno y un ambiente de confort superior a lo estrictamente necesario le resultaba indiferente. No hizo todo bien, pero reconoció los errores. Ninguna caída lo hizo sufrir tanto como la de sus sacerdotes, por más que ya cuando era prefecto había tomado todas las medidas para descubrir los terribles abusos y castigar a los culpables.

Benedicto XVI se va, pero su legado permanece. El sucesor de este humildísimo papa de la era moderna seguirá sus pasos. Será un papa con otro carisma, con su propio estilo, pero con la misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas, sino aquellas que mantienen unido el patrimonio de la fe, que no pierden el coraje, anunciando el mensaje y dando testimonio verdadero.

No es casual que haya elegido el Miércoles de Ceniza para su última gran celebración. Miren, parece decir, éste era el camino. ¡Desintoxíquense, alégrense, libérense de sus pesares, libérense del odio!

"¿Usted es el fin de lo viejo? ¿O el inicio de lo nuevo", le pregunté al Papa en nuestro último encuentro. Su respuesta fue: "Ambas cosas".

Traducción de Jaime Arrambide.

La Nación, 19-2-13