sábado, 19 de diciembre de 2009

Pedir perdón es construir



P. Ramiro Pellitero

En Navarra, cerrando por el sur la Cuenca de Pamplona, se encuentra el Monte del Perdón. Su nombre evoca la tradición de la “perdonanza”. Parece que allá se dirigían por Pascua vecinos pamploneses que querían, tras un camino penitente, obtener el perdón, o peregrinos del camino de Santiago que, por quizá por enfermedad, no podían llegar hasta el sepulcro del Apóstol y se detenían, para curarse del cuerpo y del alma, en una ermita y su hospital anejo. Es de suponer que unos y otros bajarían después más ligeramente, no sólo por el descenso, sino también por la liberación de la carga que llevaban en la subida. Buena cosa es pedir perdón, ante todo a Dios.

Ahora se han cumplido 25 años de la exhortación de Juan Pablo II sobre la “Reconciliación y la Penitencia” (2-XII-1984), que trató especialmente de la Confesión. Benedicto XVI ha aprovechado para subrayar la importancia de este sacramento en la vida cristiana. Decía Juan Pablo II que esta tarea se encuentra hoy con la pérdida del “sentido del pecado”. Y señalaba como causas de esa pérdida, en primer lugar, algunos elementos de la cultura actual: el secularismo (vivir como si Dios no existiera); una idea de la libertad sin responsabilidad personal; una ética relativista e historicista (no habría actos malos de por sí: todo depende de las circunstancias); una errónea identificación del pecado con un sentimiento morboso de culpa o con la simple transgresión de normas.

En segundo lugar, apuntaba ciertos factores en el ámbito eclesial, que también debilitan el sentido del pecado: la sustitución de actitudes exageradas del pasado por exageraciones de tipo opuesto (el rigorismo que podía oprimir las conciencias, ha sido sustituido por el laxismo: todo vale); la confusión doctrinal en los campos de la moral cristiana. A esto habría que añadir algunas deficiencias en la praxis de la confesión –que señaló en otras ocasiones–: sobre todo la reducción de las consecuencias del pecado sea al ámbito privado sea al ámbito comunitario; la deficiente disponibilidad de los sacerdotes para confesar; el acostumbramiento de quienes se confiesan con frecuencia pero quizá no valoran suficientemente la misericordia de Dios.

Observaba con pena el Papa polaco una desfiguración sentimental del concepto de arrepentimiento; la escasa tensión hacia una vida auténticamente cristiana; por otra parte, la mentalidad de que se puede obtener el perdón “directamente” de Dios excluyendo el sacramento (cosa que sólo es posible en circunstancias extremas de peligro de muerte y ausencia del sacerdote); las “absoluciones colectivas” sin confesión individual (sólo previstas en casos muy excepcionales donde, por peligro inminente de muerte, no habría tiempo de confesarse en el modo ordinario).

Y se planteaba cómo recuperar la praxis del sacramento de la confesión, dirigido a purificar el alma –principalmente de los pecados graves– con el fin de participar en la Eucaristía. Valoraba una adecuada pedagogía de la conversión, que se apoye en las enseñanzas bíblicas y en las ciencias humanas. Dios establece con los hombres un Misterio de Alianza amorosa que se concreta en el seguimiento de Cristo. Cada bautizado, por su parte –según su edad, condiciones y circunstancias–, está llamado a responder con generosidad a ese compromiso de amor. Se requiere la formación de la conciencia como voz de Dios en el alma; darse cuenta que el pecado es ofensa personal a Dios y a los demás (incluyendo los pecados que aparentemente no trascienden al exterior, como determinados pensamientos o deseos); comprender el sentido de las tentaciones y la necesidad del ayuno y la limosna. Sin olvidar la meditación acerca de los acontecimientos últimos (la muerte, el juicio y el diverso destino eterno).

Por su parte, Benedicto XVI ha recordado recientemente, al final de la audiencia general del 2 de Diciembre, a sacerdotes que se distinguieron por ser “apóstoles del confesonario”, incansables dispensadores de la misericordia divina. Ha recalcado que todos necesitamos la confesión, como “una invitación a confiar siempre en la bondad de Dios”.
Ya desde el principio de su pontificado calificaba a la confesión como “uno de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la verdadera renovación del mundo” (15-V-2005). En efecto, acudiendo al perdón de Dios se aprende también a pedir perdón a los demás y a perdonar; a encontrar la paz interior y promover la paz exterior. Condiciones, todas ellas, que permiten aportar un granito de arena en la construcción de un mundo mejor, sin escepticismos ni ingenuidades.

Claro que todo ello precisa reconocer la necesidad de perdón. “Reconocer la propia culpa es algo elemental para el hombre; el que ya no reconoce su culpa, está enfermo. Igualmente importante para él es la experiencia liberadora que implica el recibir el perdón”. Se trata de un “maravilloso acontecimiento de gracia”, un “renacimiento espiritual”. Y por eso el confesor –llamado a desempeñar el papel de padre, juez espiritual, maestro y educador– debe unir una buena sensibilidad espiritual y pastoral con una seria preparación teológica y moral; además de “conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes se acercan al confesionario para poder ofrecer consejos adecuados y orientaciones tanto espirituales como prácticas” (19-II-2007).
En su homenaje a la Inmaculada, Benedicto XVI acaba de recordar que “cada quien contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal”. Ha dicho que no somos meramente “espectadores”, sino que “todos somos ‘actores’ y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento tiene una influencia sobre los demás”. Tenemos, por tanto, la posibilidad de contribuir a la purificación del ambiente espiritual o a la contaminación del espíritu de los demás.

Y es que el pecado –sobre todo el pecado grave– es un daño a la justicia, una herida en la verdad de las cosas. Una “cuádruple fractura” –como señalaban los padres de la Iglesia– con Dios, con uno mismo, con los demás y con el mundo.
Alguien dijo que lo lógico sería, por eso, subir a la cumbre de la montaña más alta del mundo, y gritar con un potente altavoz: “¡Soy culpable!”, reconociendo la responsabilidad personal. (Quizá esto suene al hombre de hoy excesivamente radical, cuando muchos querrían borrar la palabra “culpa” de los diccionarios). En su delicada misericordia y comprensión, Dios le ahorra ese esfuerzo, pidiéndole que se confiese con un sacerdote, que, además, permanece con sus labios sellados para siempre, sin ninguna excepción. Hay que reconocer que Dios nos da mucho a cambio de poco. Y premia ese gesto creando una fiesta en el alma.

Perdonar es parecerse un poco a Dios. Es ser capaz de ver en el otro la mejor realidad que esconde, creer en la capacidad de transformación de los demás. Dice Jutta Burggraf que el perdón es la manera de recuperar –reparándolo– el pasado, y que, por eso, sólo en el perdón brota nueva vida. Y así es. El perdón es una purificación de la memoria que libera, engrandeciendo al que perdona y al perdonado. La cultura de la vida es también cultura del perdón.
Perdonar y pedir perdón es amar, y construir para uno mismo, para los demás, para el mundo. Es una parte importante de lo que proponía el Papa con su mirada puesta en María: “Responder al mal con el bien. Esto es lo que cambia la realidad; o mejor dicho, cambia a las personas, por consiguiente, mejora la sociedad”.

(publicado en www.cope.es, 10-XII-2009)

lunes, 7 de diciembre de 2009

Despertad: Dios sigue llegando


P. Ramiro Pellitero

Los cristianos comienzan el año antes que los demás, como si quisieran adelantarse para anunciar algo grande; aunque en realidad es Dios, el creador del tiempo, quien señala sus etapas. Litúrgicamente, el año cristiano se inicia en el Adviento. Empezamos a prepararnos siempre de nuevo, como si fuera la primera vez y al mismo tiempo la última vez que viene el Hijo de Dios al mundo. Y no es “como si fuera”, sino que así “es”. Porque Dios sigue llegando como el amor-nuevo por vez primera. Llega en el “hoy” de su eternidad, que se entrecruza con nuestro “hoy”, cada vez que recomenzamos a estar más cerca de él. Esto sucede en una conversión, en una confesión, en un “quitarse los miedos, dejarlos afuera”, como dice la canción. Esto acontece sobre todo en la Eucaristía. Dios sigue llegando como el amor-juez al final de la vida de cada persona; y también, para todos los pueblos, al final de la historia.
Dios sigue llegando tras una larga espera de siglos, tras los oscuros signos presentes en las otras religiones, sobre todo tras la preparación más inmediata de la Alianza con Israel. En su libro “el Misterio del Adviento”, Daniélou afirma: “El cristianismo es la eterna juventud del mundo”. Benedicto XVI señalaba al principio de su pontificado que la Iglesia tiene y transmite la juventud de Cristo, que es “eternamente joven”. En efecto, el acontecimiento de Cristo vence a la muerte desde dentro de ella misma, metiéndose en la muerte para matarla definitivamente y abrirnos –ya ahora– a la Vida que no muere.
Con Cristo llega la “plenitud de los tiempos”. Con Cristo –escribía Juan Pablo II en su carta sobre la llegada del Tercer milenio– “la eternidad ha entrado en el tiempo”. Es verdad. El que está con Cristo ya no puede envejecer. Su cuerpo se desgastará naturalmente, pero su espíritu es eternamente joven, con la juventud de Dios. Y esto, hasta el punto de que esa Juventud lo resucitará de entre los muertos para esa Vida que nunca morirá.
Hoy se cree más fácilmente en la reencarnación que en la resurrección. Según Juan Pablo II, esto manifiesta que “el hombre no quiere resignarse a una muerte irrevocable. Está convencido de su propia naturaleza esencialmente espiritual e inmortal”. Y sin embargo, lo grande no es que uno pueda tener muchas vidas; al fin y al cabo esto le quita responsabilidad. Sino que hasta el hecho más pequeño se puede transformar por el amor, de una vez por todas, en eterno: en algo que no pasa, que entra en el “hoy” de Dios. Por eso decía Gustave Thibon: “Todo lo que no es eternidad recuperada, es tiempo perdido”.
La historia entera es –por utilizar la metáfora de Daniélou– el tiempo que tenemos para madurar un racimo que es precisamente la ciudad de Dios. Esto lo aplica Daniélou a las religiones paganas e incluso a la religión judía –están llamadas a abrirse al “vino nuevo” del cristianismo–, y también a las personas. Es necesario que cada uno se abra al “vino nuevo de la gracia” que hace “estallar continuamente los odres viejos”, porque nos lleva a “salir de nosotros mismos –nosotros nos situamos continuamente en una especie de conformismo– y avanzar hacia una nueva etapa”.
Por eso hay que despertar. Renunciar al repliegue sobre uno mismo, sobre el propio envejecimiento. Sólo hay dos caminos: o la vida hacia uno mismo, que conduce hacia el morir; o el camino hacia la vida de Dios que lleva al crecimiento, a la “plenitud del tiempo”.
Es esa vida de Dios que grita ahora como una madre, como una enamorada, al alma que se resiste a despertar. Está llegando el día para ti, oh alma llamada por Dios, está llegando el día para ti, oh mundo en sombras; está llegando el día para ti, oh conjunto de los cristianos que debéis dar ante el mundo el testimonio de vuestra unidad; está llegando, oh cristiano, el tiempo de tu coherencia; está llegando, oh tú, quien quiera que seas, la ocasión para pedir perdón y recomenzar.
En esta línea, Gertrud von Le Fort, en sus “Himnos a la Iglesia”, se imagina que ésta le dice al alma: “Quiero encender luces, oh alma; quiero encender alegría en todos los confines de tu humanidad”; y zarandea al alma humana –a la de cada uno de nosotros que debe despertar en el Adviento y abrirse a Dios siempre de nuevo– evocando a María: “¡Yo te saludo, oh tú que llevas al Señor en tu vientre!”

Ramiro Pellitero
Instituto Superior de Ciencias Religiosas
Universidad de Navarra

(publicado en www.religionconfidencial.com, 30-XI-2009)